Los recientes datos alentadores de la estadística oficial, contrastados con la memoria de una Argentina pasada, plantean una pregunta crucial: ¿existe aún espacio para reconstruir una sociedad más homogénea, donde la esencia de la clase media resista al avance de la pobreza?
El Indec reveló un panorama de dualidad social. Si bien la inequidad en la distribución del ingreso mostró una leve mejora respecto a los alarmantes niveles del primer trimestre de 2024, el coeficiente de Gini de 0,43 puntos aún dista mucho de la homogeneidad de mediados de los 70 (0,36), similar a países como Alemania o España.
En cuanto a la pobreza, la reducción del 53% al 38% entre los semestres de 2024 es un logro significativo, y las proyecciones sugieren un descenso al 35%. Sin embargo, aún estamos lejos del piso del 26% alcanzado en 2017 o el 27% de 1993, y mucho más del 10% de aquella década del 80 idealizada por la clase media.
El desempleo, con un 6,4% en el último trimestre de 2024, presenta un panorama positivo en comparación con picos históricos. No obstante, la calidad del empleo actual no replica la homogeneidad social y el bajo nivel de pobreza que caracterizaron a la Argentina de los 70 y 80.
Una encuesta reciente reflejó la percepción de un deterioro en la calidad de vida y la educación respecto a la década del 80. Un tercio de la población cree que la pobreza ya ha superado a la clase media, y otro tercio considera que la contienda aún está “mano a mano”.
Un análisis cualitativo reciente confirma esta creciente dualidad. La clase alta se siente relativamente a salvo y con capacidad de proyectar. La clase media alta logra cubrir sus gastos esenciales con ajuste. Sin embargo, hacia abajo en la pirámide social, se perciben crecientes restricciones, recortes y un sentimiento de frustración e incertidumbre. La clase media baja reconoce comprar solo segundas marcas y ver una degradación en su consumo mensual. La clase baja se resigna a evitar la marginalidad.
En este contexto de fragilidad, el país se encuentra ante una oportunidad histórica. Proyecciones indican que sectores como la energía, la minería, las industrias del conocimiento y el agro podrían generar exportaciones adicionales por casi 80.000 millones de dólares anuales para 2033.
Esto plantea dos interrogantes fundamentales. A corto plazo: ¿cómo superar el largo camino hacia 2030? Y a largo plazo: ¿cómo será esta nueva Argentina, potencialmente más rica? ¿Logrará este aumento de recursos transformar positivamente la realidad del conurbano? ¿Hay espacio para reconstruir una sociedad más homogénea, donde la “genética” de la clase media prevalezca sobre la pobreza? ¿Podemos depositar nuestra esperanza en una visión realista o nos dirigimos hacia una riqueza con mayor fragmentación social?
Estas preguntas son el motor del nuevo ensayo de Guillermo Oliveto, “Clase media: mito, realidad o nostalgia”. En su obra, el autor explora la transformación de la identidad de la clase media argentina, marcada por la nostalgia de una homogeneidad perdida y la incertidumbre de un presente fragmentado.
En el proceso de mutación social, el contraste entre el “antes y ahora” domina el discurso. El “antes” evoca la añoranza de una sociedad cohesionada y fácilmente identificable. El “ahora” se percibe como errático, paradójico y degradado. Aquel pasado, idealizado por diferentes generaciones entre los 70 y los 90, se recuerda como un mundo más simple, previsible y vivible, con deseos más acotados por la menor exposición a estímulos.
En esa sociedad de clase media dominante, existían matices, pero la distancia los desdibuja, marcando hoy tres mundos más definidos: alta, media y baja. Este era el universo que el talento de Quino plasmó en la icónica Mafalda.
En la cíclica economía argentina, la clase media asocia el bienestar con la capacidad de consumir, un patrón constante a lo largo del tiempo, aunque varíe el objeto de consumo. “Estar bien” se vincula directamente con la disponibilidad y la concreción de deseos. Las representaciones de épocas prósperas incluyen familias unidas, niños jugando, mascotas, sol, salidas, vacaciones y la aspiración máxima: la casa propia.
Por el contrario, las épocas de crisis se asocian con imágenes de desolación, escasez, tristeza, soledad, deudas y la sensación de un esfuerzo sin recompensa. El miedo se vuelve omnipresente.
Tomando la filosofía del “buen vivir” de Edgar Morin, que articula la “prosa” del esfuerzo con la “poesía” del disfrute, se puede entender el anhelo intrínseco de la clase media por dotar de poesía a una vida inherentemente prosaica. Su deseo fundamental es alcanzar y sostener ese “buen vivir” que representa la recompensa al esfuerzo y la posibilidad de disfrutar los frutos del trabajo.