El próximo 1 de febrero se llevará a cabo una movilización masiva en todo el país para rechazar los discursos de odio, los femicidios y las políticas del ajuste. Bajo el lema “#1F a las calles”, se espera una jornada de marchas que abarcará ciudades como Buenos Aires, Córdoba, Rosario, Mendoza, entre otras. El llamado es un acto de resistencia y denuncia, particularmente contra aquellos discursos que, según los organizadores, promueven violencia, discriminación y el odio hacia mujeres, pueblos originarios, comunidades LGBTIQ+ y otros colectivos vulnerables
Este tipo de manifestaciones, que abogan por la igualdad y la justicia, surgen como una respuesta urgente ante el contexto social y político que fomenta, según los organizadores, una agenda reaccionaria que pone en peligro los avances democráticos. Además, esta marcha no solo pretende visibilizar los crímenes de odio, sino también abrir un debate crucial sobre el papel de la libertad de expresión en nuestra sociedad.
El debate entre libertad de expresión y discursos de odio es uno de los más complejos y relevantes de nuestra era. Mientras que muchos defienden la libertad de manifestarse como un derecho fundamental en las democracias, otros argumentan que el odio y la incitación a la violencia deben ser controlados para preservar la paz social. Así, la marcha del 1F ofrece una oportunidad para explorar estas dos posturas contrapuestas.
Los prohibicionistas sostienen que la libertad de expresión no puede ser un manto que proteja los discursos que incitan al odio. Para ellos, cuando las palabras promueven la discriminación y el daño hacia un grupo social determinado, dejan de ser una opinión legítima y pasan a ser una amenaza para la convivencia pacífica.
El ejemplo más claro lo vemos en los discursos de odio dirigidos a las mujeres, personas LGBTIQ+, migrantes, y pueblos indígenas. Estas expresiones no solo alimentan estereotipos violentos, sino que también deshumanizan a las víctimas, incitando a actos de violencia y exclusión. Los organizadores de la marcha defienden la necesidad de legislar para poner límites a estos discursos, asegurando que la protección de derechos humanos y la dignidad de las personas debe prevalecer sobre la libertad de manifestar ideas que puedan destruir esas mismas bases.
Además, algunos de los sectores que apoyan esta postura argumentan que la autocensura no es una amenaza para la libertad individual, sino una forma de respeto hacia los demás y una necesidad en una sociedad diversa. En este sentido, las leyes contra el discurso de odio no serían un ataque a la libertad de expresión, sino una herramienta para equilibrar los derechos de todos los individuos y proteger a aquellos que más sufren las consecuencias de estos discursos.
Por otro lado, los defensores de la libertad de expresión consideran que la censura o la prohibición de los discursos de odio representa un peligro para la libertad individual. Según esta visión, la posibilidad de expresarse sin restricciones es uno de los pilares fundamentales de una sociedad democrática. En este contexto, cualquier intento de regular o limitar lo que se dice podría abrir la puerta a un control excesivo sobre las ideas y opiniones que las personas puedan compartir.
Los liberales argumentan que la libertad de expresión no debe ser puesta en duda, incluso cuando se trate de opiniones controvertidas o provocadoras, porque es precisamente esa libertad la que permite que las ideas disidentes se debatan y evolucione el pensamiento colectivo. Según esta perspectiva, la sociedad debe ser capaz de enfrentarse a los discursos de odio con educación, debate y resistencia pacífica, no mediante la censura.
De acuerdo con esta visión, si el Estado empieza a regular los discursos de odio, podría terminar afectando otras formas de expresión política o social, en especial las que se oponen a las políticas gubernamentales. Los liberales sostienen que un Estado que limita las ideas corre el riesgo de convertirse en un Estado autoritario.
El debate entre estos dos enfoques plantea un dilema central: ¿Hasta qué punto debe permitirse la libertad de expresión cuando esa libertad da lugar a discursos que atentan contra la dignidad y los derechos de otros?
En este contexto, la Las manifestaciones se convierte en un espacio fundamental no solo para exigir justicia, sino para repensar cómo deben convivir la libertad y los límites en una sociedad democrática. Si bien la libertad de expresión es esencial, también lo es la necesidad de evitar que ciertos discursos puedan tener consecuencias devastadoras para quienes ya enfrentan históricas discriminaciones y violencias.
El equilibrio entre la libertad de decir lo que se piensa y la protección de los derechos humanos es un desafío constante. Mientras tanto, la sociedad deberá seguir reflexionando sobre cómo legislar de manera justa y democrática, sin perder de vista la dignidad humana ni los derechos fundamentales que nos permiten vivir juntos en armonía.